References

Sueños sin fin.
[Sobre las instantáneas lúdicas de Ciuco Gutiérrez].

Fernando Castro Flórez.

“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí” (Augusto Monterroso)*.

“El fotógrafo –afirmaba Ciuco Gutiérrez ya en 1995- ha dejado de llevar a sus espaldas la pesada carga de documentar la realidad”. No cabe duda de que la ilusión referencial es un tópico que lastra las potencialidades artísticas de la fotografía, especialmente en una época en la que hemos comprendido que lo que experimentamos tiene que ver también con el modo en el que los artificios transforman lo que todavía inercialmente llamamos realidad. Merece la pena citar una vez más la amarga sentencia de Matriz: “Bienvenidos al desierto de lo real”. En el caso de Ciuco Gutiérrez no hay ni mesianismo ciberpunk ni melancolía de algo sólido e incuestionable, al contrario, su imaginación saca partido de la ambigüedad de las cosas, escenifica un mundo que tiene tanto de personal cuanto de arquetípico. Este creador construye “realidades” desplazando y re-contextualizando elementos sacados de lo cotidiano, la infancia, la memoria o los sueños que son capaces de mantenerse en el peligroso filo que separa y pone en contacto lo maravilloso con lo banal.
Señalé hace años que en la obra de Ciuco Gutiérrez hay mucho de bricolage plástico, esto es, se trata de un artista que sabe arreglárselas con lo que tiene a la mano, con los juguetes, elementos decorativos de casa, cuerpos desnudos que sirven de soporte a ese mundo diferente y divertido. La poética del collage, que desde las vanguardias hasta la contemporaneidad ha determinado vertebralmente el sentido de lo artístico, atraviesa la obra de Ciuco Gutiérrez, dotando a su particular modo de sedimentación de lo imaginario de una dimensión poscrítica.
La crítica ha insistido en asociar su hibridismo fotográfico con lo kitsch pero, en sentido estricto, no cabe establecer ni una dimensión de “valores” que habrían entrado en decadencia ni podemos encontrar en sus imágenes una suerte de elogio de la cursilería. Sus escenificaciones minuciosamente planteadas tienen siempre un toque inquietante e incluso de perversidad, no falta el rasgo cómico sin caer, en ningún caso, en lo grotesco. Ciuco utiliza, magistralmente, simulacros de señales, sucedáneos, como apuntara Kevin Power, de cosas que conocemos, códigos de identificación extraños. Recurriendo la pequeña escala, en sintonía con aquella tradición literaria que representa Swift en el Gulliver, tergiversa lo aparentemente banal para intentar que enuncie otra cosa, esto es, genera una visión diferencial de lo cotidiano que adquiere, desde una tonalidad irónica, una atmósfera casi de magia.
Foucault acababa su singular lectura de las semejanzas y similitudes en torno al canónico “Esto no es una pipa de Foucault”, repitiendo, de forma obsesiva, la marca de las latas Campbell que tiene algo de “veneno” del imaginario contemporáneo. La crónica de lo que pasa e incluso del tedio vital que desplegara Warhol prolonga su sombra en creadores como Ciuco Gutiérrez que tiene la capacidad de ir más allá del estereotipo para comprender que el copia hay algo más que “angustia de las influencias”. Desde obras como Marylin ve la tele con Warhol, (1986) despliega una estrategia paródica en la que desmantela incluso el tabú moderno contra el ornamento. El planteamiento post-pop requiere de una desenvoltura que no termine por replegarse en manierismo académico, pero sobre todo de una toma de conciencia de que la obra de arte es un lujo vital, un exceso con respecto al pensamiento administrado (esa burocratización glacial de nuestras vidas que impone una racionalidad al fin a y la postre delirante) y una apuesta por aquellos intersticios que permiten reintroducir lo poético en el seno de una realidad petrificante.
La sedimentación visual de lo fotográfico no es, aunque la analogía pueda ser atractiva, heredera de la mirada atroz de la Gorgona. No necesitamos utilizar un espejo para acabar con un imaginario en el que abundan las especulaciones y tampoco nos arriesgamos a perder la cabeza, antes al contrario, sentimos, confrontados con el exceso cromático de las fotografías, un hechizo mental que, sin duda, tiene que ver con el ancestral arte de la seducción. Ciuco desliza su fantasía desde la lujuria a la sensualidad epidérmica, de la punctualización del cuerpo femenino al jugueteo infantil, de la evocación del placer reportado por el viaje a la ensoñación liberadora. Alejado, de forma admirable, de la ortodoxia minimalizadora (dispuesta a hacernos comulgar con la tosca idea de que “lo que ves es lo que ves”) y también del regodeo barroquizante (esa suerte de “horror vacui” en el que tal vez no haya casi nada que decir), consigue llevarnos hacia una lúcida incertidumbre: “Nada es lo que parece o, bien, todo es lo que uno ve. Las cosas no son como son, sino como uno las siente”.
Ciuco Gutiérrez ha revisado, a lo largo de toda su trayectoria creativa, de una forma muy personal géneros clásicos como el paisaje, el desnudo y el bodegón, siendo capaz, en buena medida, de mezclarlos y conseguir, de esa manera, una propuesta que, a pesar de su multiplicidad, mantiene un sorprendente aire de familia. En la extraordinaria serie Paisajes interiores o el color de la memoria (1995-1997) yuxtapone Ciuco Gutiérrez fotografías de muñequitos con sus particulares historias “gestuales” y visiones de bosques, playas, una casa en una cima crepuscular o al fondo de un campo nevado, una pequeña cascada, un túnel, unos viñedos o un hermoso campo de girasoles. En cierta medida, esas visiones de la naturaleza remiten al sentimiento sublime que Kant analizaba como un impulso recíproco de las facultades del espíritu que se desbordan más allá de sus límites. Ciuco Gutiérrez ha explicado sus paisajes como el resultado de una mirada al interior de la memoria más que cualquier otra cosa: “Están –advierte en un texto publicado en 1996- al borde del límite entre lo añorado y lo real... Todos ellos han sido paisajes de la infancia y la adolescencia, y a través de ellos he construido mi mirada intuitiva. Ahora, desde la distancia, se produce el reencuentro y puedo asegurar que ha resultado ser una experiencia verdaderamente emocionante... La cosa funciona más o menos de esta manera: Uno empieza jugando con las formas de las nubes y los reflejos del agua, continúa extasiándose con las puestas de sol y los colores de las flores y, finalmente, unos años después, acaba ensimismándose con los olas de nata de la tarta de cumpleaños de su hijo”. Mezcla el recuerdo de la infancia con sentimientos del presente, recupera estéticamente el tiempo, pero ya con una conciencia de la distancia, sin caer en la melancolía, transformando la vivencia absolutamente curiosa del niño en poética de la ensoñación.
La fantasía de Cuico Gutiérrez tiene algo de “cámara de las maravillas” en la que intenta, una y otra vez, tornar habitable lo inhóspito. De las casas de juguetes o a las muñequitos, de las lámparas que dominan el escenario constructivo y desolador a las colecciones de nubes, este fotógrafo demuestra que ludismo y lucidez tienen algo más que una relación homofónica. “Cuando yo era niño –ha declarado Ciuco Gutiérrez-, jugaba con especial intensidad y en espacios muy concretos. Recortaba libros de arte, pegaba los fragmentos y los clasificaba como una especie de coleccionista neurótico”. Esa pulsión del coleccionar sin generar un racionalismo clasificatorio me hace recordar la enciclopedia china, citada hasta la saciedad, de El idioma analítico de John Wilkins de Borges o con el fake devenido ficción real del gabinete de un aficionado de Georges Perec. Ciuco cataloga y, al mismo tiempo, desordena los fetiches y las obsesiones, escenifica lo heterogéneo y, con una sutileza singular, parece unificar aquello que tiene visos de completo delirio. En última instancia las lecciones de pintura, desde Leonardo, enseñaban a ver una batalla en las humedades de una pared y la belleza convulsa, reivindicada por Max Ernst, no era otra cosa que la emergencia de lo inesperado de algo tan básico como las tablas del suelo. Aquellas nubes en las que de niños veíamos una zoología fantástica reaparecen, con una belleza casi nostálgica, en lugares anodinos “protagonizados” por una escalera mecánica o una carretera vacía.
Un muñeco, vestido con traje perfectamente trajeado y con pajarita está encaramado sobre una silla roja y peligrosamente rodeado por hormigas que giran en círculo sobre un suelo craquelado por la sequía. Esa imagen “para-surrealista” de Ciuco Gutiérrez transmite un humor discreto que abre, en la mente del espectador, una deriva de sentidos que le pueden transportar desde Buñuel a La tierra baldía, del nihilismo europeo tematizado por Nietzsche a la conciencia de que el planeta está seriamente enfermo. Una inmensa virtud de esta mínima escenografía fotográfica es que no impone ninguna consigna ni tiene pretensiones “conceptuales”, esto es, no cierra la interpretación en la retórica de la obviedad (tan inercial en lo que suelo llamar el “radicalismo subvencionado”) sino que nos hace un guiño de complicidad para que introduzcamos nuestro “coeficiente estético”. Nunca tendremos El Sentido, así con mayúscula, de una pieza como El ángel (1997) y eso no producirá ninguna decepción, especialmente porque entre esa figurita que nos da la espalda y el paisaje nevado siempre será preciso que nosotros hagamos el viaje que deseemos, siendo precisamente ahí, en la mirada del otro, en la fricción entre lo intencionado y lo inconsciente donde puede surgir la chispa de lo poético.
Freud señaló que, tras la completa interpretación, todo sueño se revela como el cumplimiento de un deseo, esto es, el sueño es la realización alucinatoria de un deseo inconsciente. La creación de símbolos es una comprensión parcial por la negativa a satisfacer, bajo la presión del principio de realidad, todos los impulsos y deseos del organismo. En la forma de un compromiso, es una liberación parcial respecto de la realidad, un retorno al paraíso infantil con su “todo está permitido” y su realización alucinatoria de los deseos. El sueño nos atrapa y nos lleva hasta el abismo de lo sublime-descomunal, de la ternura, del recuerdo deshilachado de la matriz. Ciertamente, hay un nudo o estructura laberíntica que nos aparta de la clara visión de lo soñado; como el mismo Freud indicara, el ombligo de los sueños es lo desconocido, algo que está más allá de la reticulación del mundo intelectual. Contemplamos la serie de Los sueños (1994) de Ciuco Gutiérrez y encontramos desde un oso diminuto y sombrío que se refleja en un “paisaje” enrojecido, un cubito de hielo es succionado por una boca femenina, el mítico Toro de Osborne impone su presencia en una hermosa “colina” de mujer, una mano parece despavorida ante una serpiente, un martillo amenazador aparece de pronto o un revolver inmenso acaba con la figurativa también armada que se enseñoreaba sobre un pedestal. Las micro-historias fotografiadas por Ciuco Gutiérrez confirman que lo intranscendente puede tener la mayor importancia en el sueño. En La interpretación de los sueños sugería Freud, en relación conciertas observaciones preliminares sobre nuestra psique, que deberíamos imaginar el instrumento que realiza nuestras funciones mentales “como parecido a un microscopio compuesto, un aparato fotográfico o algo semejante”. La maquinación deseante de Ciuco punctualiza paisajes oníricos en los que juego y perversidad, escenografía y humor van de la mano.
“Toda fotografía –señala Roland Barthes en su crucial ensayo La cámara lúcida- es un certificado de presencia. Este certificado es el nuevo gen que su invención ha producido en la familia de las imágenes. Las primeras fotos contempladas por un hombre (Niepce ante La mesa puesta, por ejemplo) debieron de darle la impresión de parecerse como dos gotas de agua a las pinturas (siempre la camera obscura); sabía, sin embargo, que se encontraba frente a frente con un mutante (un Marciano puede parecerse a un hombre); su consciencia situaba el objeto encontrado fuera de toda analogía, como el ectoplasma de “lo que había sido”: ni imagen, ni algo real, un ser nuevo, auténticamente nuevo: algo real que ya no se puede tocar”. En cierto sentido la obra de Ciuco Gutiérrez es una naturaleza muerta expandida, una mutación genética, por seguir la estela barthesiana, de aquella realidad que comenzaba a manifestarse, a través e la fotografía, como algo “extraño”. Kevin Power señaló que la pregunta de Ciuco Gutiérrez en la serie Bodegones (2001) era la siguiente: “¿Qué sentido tienen los objetos que no tienen un propósito?¿Cómo se podrían recuperar para convertirse en agentes imaginativos? Nos ofrece objetos que no intentan encerrarse en sí mismos, sino dirigirse hacia el exterior, hacia nosotros, en búsqueda de nuevos significados que nosotros mismos hemos de inventar. Nos deja con el enigma”. No son modulaciones de la vanitas ni esas fotografías transmiten melancolía, al contrario consiguen animarnos a pesar de todo, como fuera falsa aquella sentencia heracliteana de que “solo sucede lo peor”.
Ciuco Gutiérrez tiene un inmenso talento de “narrador” que, a la manera de Augusto Monterroso, condensa lo que desea en el menor espacio posible. Gracias a sus fotografías de la serie Paisajes interiores o el color de la memoria (1997) tendremos siempre presente que no se llegó a la Luna sino a un seno perfecto que nos promete un placer en el más acá de una playa en la que rompe una ola rosada o tendremos que aventurarnos en la conexión de un combate de caballeros medievales y un pequeño torrente del río. En su ensayo “La Fotografía o La Escritura de la Luz: Literalidad de la Imagen”, Jean Baudrillard sostiene que encontrar una literalidad del objeto, contra el sentido y la estética del sentido, es la función subversiva de la imagen, que pasa a ser ella misma literal, es decir, lo que es profundamente: operadora de una desaparición de la realidad. Frente a la ilusión referencialista y cualquier sensación de “proximidad” (aurática o psicótica), la fotografía mantiene el mundo a distancia, creando una profundidad de campo artificial que nos protege de la inminencia de los objetos. Ciuco Gutiérrez no es, ni mucho menos, un epígono del antinaturalismo de la imagen posmoderna, ni está realizando una cimentación obstinada de los simulacros, sus acumulaciones, escenificaciones y juegos nos regalan instantáneas fascinantes que movilizan la imaginación. A veces es fundamental resistirse a interpretar los sueños, porque en ese proceso, sencillamente, termina uno por destruirlos.

 

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* El relato de Augusto Monterroso se considero como el más corto escrito en la lengua española (forma parte del libro Obras completas (y otros cuentos), 1959) hasta que el escritor Luis Felipe Lomelí, superó aquel ejercicio artístico de concisión, escribiendo en 2005 el micro-cuento titulado “El Emigrante” que dice así: “¿Olvida usted algo? -¡Ojalá!”.